No entiendo y no entenderé jamás
23.8.2016
Durante mis primeros 6 años, me tocó vivir en el “Barrio Chino” de La Boca y después nos mudamos junto a toda mi familia a la calle Martín Rodríguez, donde no me tocó morir de casualidad, el día que me fusilaron, el día que tres balazos me dejaron acá, sentado en esta silla, escupiendo estas líneas.
Por Lucas Cabello
Como mi mamá tenía un buen trabajo, decidió mandarme hasta segundo grado en la escuela privada William Morris, pero finalmente terminé la primaria en la escuela pública Nº 1. ¡Y cómo olvidarme! Horas y horas jugando a la pelota con mis amigos. Jugando. A la pelota. Con mis amigos.
Cumplidos los 10, empecé a cuidar coches con un vecino, porque nos pareció una buena idea, mientras jugábamos a las cartas y a las bolitas en la esquina de mi casa, donde había un restaurante que siempre me llamaba la atención: no podía creer cuánta gente de traje iba a comer ahí. ¡Y qué coches! Siempre fui fanático de los autos. Por eso, a los 14, entré a trabajar en un taller mecánico durante la secundaria, pero el 29 de mayo de 2013, cuando nació mi hija, decidí dedicarme de lleno al laburo. Desde entonces, tuve muchos empleos: albañil, paseador de perros, ayudante de cocina, repartidor, kiosquero… Aprendí a darme maña, para todo.
Y sí, antes de recibir estos disparos, había empezado a trabajar de trapito.
Hice un arreglo de palabra con el dueño del restaurant Il Matterello, en la esquina de mi casa, donde alguna vez le cuidé el auto a Tinelli, Palermo, Arruabarrena… Todas las noches, laburaba de 19 a 2 de la madrugada y, aunque a veces la gente se iba rápido, otras se quedaba tomando vino y charlando, así que yo me quedaba cerquita de la ventana, suplicando: “Dale, salgan, que me estoy cagando de frío”.
Con el paso del tiempo, la Policía empezó a hostigarme o directamente echarme, aduciendo que no podía cuidar autos en la vía pública. Sin embargo, el dueño del restaurante me dijo: “Cuando te paren, vos avisame a mí, que yo les explico”. Y así sucedía. Mi vida no era simplemente estupenda y, si bien por momentos la pasamos muy mal, porque no teníamos nada, nunca jamás se me pasó por la cabeza salir a robar, ni para darle de comer a mi familia. Hice las cosas bien. Pero me pegaron tres tiros.
No me olvidaré más. No puedo. Fue la tarde del 9 de noviembre de 2015, a las 2 de la tarde, cuando estaba con mi hija y su mamá, Camila. Aquella vez, como otra, no teníamos comida. Y entonces fui a la panadería de la esquina, porque tengo la mejor onda con la panadera, pero al salir, el oficial Ayala estaba parado en la puerta de una casa vecina, donde había una consigna familiar por un conflicto entre dos personas. No era siempre un mismo policía. Me miró de arriba abajo. Le pregunté “¿Qué pasaba?”. Me respondió: “Nada, andá”. Crucé la calle y entré a la panadería. Saludé a la mujer. Charlamos un rato y antes de irme me regaló una bolsita con pan para mi hija, además de dos sanguches fiados. Cuando salí, lo volví a ver y cruzamos miradas, pero no nos dijimos nada.
Seguía parado en el mismo lugar. Y cuando estaba por entrar a mi casa, me advirtió: “Cuidado, ojo con lo que vas a hacer”. No me quedé callado: “¿Vos estás loco?”, le respondí. Y empezamos a discutir, subiendo el tono, porque yo no estaba dispuesto a dejarme humillar así. “Yo puedo hacer lo que quiera, porque soy policía”, me dijo. Y yo le contesté otra vez: “Si vos fueras policía, estarías en la calle corriendo a los chorros, no metido en una casa, jugando a la play”. Yo lo sabía porque solía visitar a mi vecino, para comer unas pizzas o tomar un Gancia. “Callate, callate y metete adentro”.
Para mí, la discusión terminó ahí.
Para él, no.
Entré al pasillo de mi casa y, al llegar al hall, escuché un paso fuerte en el escalón de la puerta. Di media vuelta y Ayala me estaba apuntando en la cara. No me dijo ni una palabra. Tiró.
Sentí el tiro penetrándome la pera. Y los oídos me empezaron a zumbar. Fuerte, muy fuerte. Cada vez más fuerte, como si mi cabeza estuviera a punto de estallar. Caí y me golpeé el cráneo contra el piso. Por unos segundos, sólo escuché un “i” continuo en mis oídos. Y después no sentí nada más.
No puedo sacarme de la mente el recuerdo del arma cuando martilla, en ese movimiento que hace para adelante y para atrás, como se ve en las películas. Ya estaba en el piso, cuando el policía se me acercó y me efectuó otros dos disparos. Camila salió del departamento y me levantó. Mi hermana le pidió ayuda al mismo tipo que me había disparado. ¿Qué se iba a imaginar cómo me acababa de fusilar?
Nunca voy a comprenderlo, no me entra en la cabeza. Yo jamás le tiraría a una persona, y menos estando en el piso. Si hubiera querido llevarme en cana, me hubiese pegado un tiro en la pierna. Pero no, quería matarme. Walter, mi vecino de enfrente, me subió a su coche y me llevó al hospital Argerich. Recuerdo el viento dándome en la cara. Escuché bocinazos, gritos y después más voces. “Apurate, apurate”, decía uno. “Un médico, un médico”, decía otro, más allá. No sé cuántos días estuve hasta que volví a despertar, pero ahí estaba mi papá. Le dijeron que podía quedar “sordo, ciego y mudo”. Me durmieron y me llevaron a traqueotomía. De mi estancia en el Argerich, no me acuerdo nada más.
Todavía tengo esa bala acá, alojada en la médula. Hay riesgo si se opera y, así, la bala está encapsulada. Tal vez, una vez que me saquen la traqueotomía, me coloquen una plaquetita para fijar dos vértebras fracturadas, pero eso llevará tiempo, porque no tengo fuerza ni para toser…
Y a veces, me falta el aire.
Pasan los días, pero no entiendo, no entenderé jamás. Me resulta increíble cómo un hecho provocado por un agente de la Metropolitana puede ser peritado por la misma Policía Metropolitana que lo cobija y no por una fuerza que pueda, al menos en teoría, obrar con mayor objetividad. ¡Fue esa Policía la que montó un cerco humano alrededor de mi casa, para sacarlo a Ayala! No lo taparon, para detenerlo. Lo taparon, para llevárselo.
Para colmo, buscando al supuesto “policía herido”, reventaron la puerta de mi casa, donde se quedaron durante 3 días, sin dejar entrar ni a nuestra propia familia, mientras María Eugenia Vidal informaba por televisión que yo había llegado al hospital caminando por mis propios medios…
Hasta el día de hoy no puedo caminar.
Ahora me espera una vida muy diferente. Desde el 1 de diciembre estoy en la clínica de rehabilitación Ciarec, ganando un poco más de independencia, a fuerza de ejercicios y terapia ocupacional. Pude volver a escribir y dibujé para mi hija con la mano derecha, a pesar de ser zurdo. Quiero recuperarme tanto como se pueda y por eso trabajo día a día para mantener el torso, mover las manos y fortalecer mis brazos. Quiero hacerle upa, otra vez.
Voy asumiendo, poco a poco, que no volveré a caminar.
Y algunos días sí, digo: “La concha de la lora, no puedo seguir así”, porque extraño mi vida anterior. Pero hay otros días donde pienso: “Ahora, viejo, ¡a recuperarte al gimnasio!”. Mi familia me levanta cuando estoy muy bajoneado, aunque debe ser mucho más duro para ellos, que para mí.
Y por ellos, por ustedes, por todas las personas que todavía me esperan, voy a volver.
No sé cómo, ni cuándo, pero voy a volver.
A mi barrio.