17.02.2025
En la avenida Álvarez Jonte al 3500, en la esquina del pasaje Tokio se destaca un típico toldo de chapa verde sobre la vereda del bar El Tokio que prepara su regreso y es todo un acontecimiento para el barrio de Villa del Parque.
Miguel Feas, hijo del inmigrante gallego que administró el café El Tokio desde los años 50 hasta 2002, se crio en el bar. Era habitual que a la salida del colegio corriera hasta la heladera del local para abrirse una chocolatada y era famoso entre todos los habitués. Ya de grande, la vida lo cruzó con Martín Conte, cuando ambos coincidieron trabajando en un banco.
“Nos conocimos cuando yo tenía 21 o 22 años. Ahí él me contó que su papá, Jesús, tenía un bar notable llamado ‘El Tokio’. A mí siempre me interesaron estos lugares bohemios y con tanta identidad porteña”, relata Martín.
Con el tiempo, Martín se volcó al rubro gastronómico y hace dos años Miguel le confesó que desde que había muerto su padre en 2004, tenía ganas de volver al bar. “Me gustaría que lo gestiones vos y lo vuelvas a poner en valor”, le propuso. Finalmente, el año pasado, Martín y Miguel se asociaron y comenzaron los planes para la reapertura del mítico café. “¡Vuelve El Tokio! Es una linda noticia para el barrio”, dice una mujer que pasea a su perro.
Jesús Feas nació en 1934 en la ciudad española de Santiago de Compostela, ubicada en la región de Galicia. Con los años, los coletazos de la Guerra Civil Española hicieron que uno de los siete hermanos de Jesús —tiempo después nacerían tres más— emigrara a Argentina. Luego, en 1950 lo siguieron Jesús, otro hermano y una hermana. El que había llegado primero al país solía frecuentar El Tokio junto a otros gallegos, y fue él quien le consiguió el primer trabajo como lavacopas a Jesús.
“Al principio mi viejo dormía en el bar, hasta que una vecina que vivía en el pasaje Tokio le prestó una habitación”, relata Miguel en diálogo con El Destape. Su padre, luego de ser lavacopas, pasó a ser mozo y después cocinero, hasta que a principios de la década del 60 compró el fondo de comercio y se convirtió en dueño oficial del boliche.
En 1964 Jesús conoció a su esposa, Nélida, y en 1966 nació Miguel, el primero de los cuatro hijos de la pareja. “Durante más de un año vivimos en el depósito del bar, que era la habitación de mis viejos. Pusieron un elástico en el colchón y dos cajones de manzanas que eran las mesitas de luz. Al poco tiempo, cuando nació mi hermana, decidieron mudarse a un departamento muy cerca del bar”, describe Miguel.
Nélida trabajaba en la cocina en el bar. En esa época, había muchas fábricas en la zona y era muy habitual que los mediodías el bar se llenara de obreros y operarios que se sentaban a almorzar una típica tortilla española o, en invierno, un buen guiso o un caldo gallego. “El mondongo que hacían mis papás era muy famoso. También cocinaban albóndigas con puré, fideos, arroz y unas milanesas condimentadas de tal forma que nunca más probé unas iguales”, enumera Miguel.
El apogeo del bar fue a lo largo de la década del 60. Durante ese tiempo el negocio abría a las 7 de la mañana de la mano de un mozo llamado Domingo Roma —quien después fue el padrino de Miguel— que se quedaba hasta las 15 o 16 horas. Jesús llegaba entre las 9 y media y las 10 de la mañana y cerraba a las 22 horas. El bar fue siempre la única fuente de ingreso de Jesús. “Mi viejo nunca se tomó vacaciones. Los domingos al mediodía siempre hacía asados en mi casa. Terminaba, hacía una siestita e iba al bar. A veces prendía el fuego, y se iba al bar porque siempre iba alguien a tomar un vermú antes de almorzar entonces le dejaba el bar abierto a esa persona, volvía a comer el asado y después volvía. Era una especie de club social, con clientes fijos. Veías siempre a la misma gente en las mismas mesas. Por eso era muy divertido ir ahí, con la bohemia del bar, la gente que jugaba a las cartas”.
El negocio le permitió a Jesús comprar una casa cerquita del bar para compartir con su mujer y sus cuatro hijos y también ir enviando plata a sus padres para que pudieran comprar la casa que alquilaban en Santiago de Compostela. “Mi viejo era muy querido por su atención y dedicación. Yo siempre iba después del colegio, me fascinaba el ambiente. Lo iba a buscar cuando cerraba y nos volvíamos caminando juntos. Cuando terminé el colegio hubo unos meses en los que trabajé con él. Después se me metió la idea de que quería trabajar en un banco y me metí en esa a lo largo de 32 años”, recuerda Miguel.
A partir de la década del 70 sobrevinieron muchas crisis económicas, y el bar pasó a ser solo de sándwiches. Sin embargo, en 1993 Jesús pudo volver a su Santiago de Compostela natal y conocer a los tres hermanos que habían nacido después de que él emigrara. “No sé cómo logré que me dieran licencia en el banco y me pude quedar al frente del bar durante esos tres meses que viajó mi papá”, rememora Miguel.
Jesús estuvo al frente del bar hasta 2002. En 2005, cuando Jesús ya había fallecido, se le alquiló el bar a un habitué de El Tokio, que lo administró hasta el año pasado. En 2009 El Tokio pasó a integrar la lista de bares notables de la Ciudad de Buenos Aires.
Miguel y Martín dejaron de trabajar juntos en el banco, pero continuaron una amistad. A Martín, que desarrolló varios proyectos gastronómicos, le había quedado en el “tintero” la historia de El Tokio. “Cada vez que nos veíamos con Miguel salía algo del Tokio”, reconoce. “Cuando Miguel me dijo que le gustaría reabrirlo y que lo gestionara yo fue una emoción muy grande porque es el bar de su familia y es su historia”.
La obra comenzó hace casi un año pero hubo un parate de unos meses. “No nos da lo mismo, queremos hacerlo bien, que quede lindo y que lo patrimonial del lugar esté bien mantenido”, asegura Martín. El bar mantendrá la barra, los pisos y la puerta originales. “A la barra solo le modificamos la parte de arriba porque estaba muy desgastada”, señala Martín.
El piso de baldosas calcáreas data de 1930 y fue pulido para corregir algunas marcas que tenía producto del billar que funcionó en el bar hasta fines de la década del 70. También mantendrán el icónico toldo color verde que sobresale por toda la esquina, aunque con un leve cambio del color de la pintura. “El toldo es de la década del 60 y se hizo en una fábrica de acá cerca cuyo dueño era habitué del Tokio”, describe Martín. El nuevo fileteado de las ventanas y del frente estuvo a cargo de Gustavo Ferrari.
Luego de pasar por un proceso de restauración, se volvieron a colgar dos cuadros históricos del bar: un retrato de Jesús Feas y una réplica de “El triunfo de Baco” del pintor español Diego Velázquez, cuya pieza original se encuentra en el museo del Prado. “A fines de la década del 60 un pintor se quedó a vivir un tiempo en el bar. Comía y dormía acá y en agradecimiento a esa hospitalidad pintó estos cuadros”, cuenta Miguel.
Lo nuevo serán las mesas y las sillas —serán las clásicas thonet de madera— que pondrán adentro y en la vereda. “Queremos que haya una conexión con la historia”, aseguran los socios.
Originariamente el bar ofrecía minutas y platos “gallegos”. La idea de esta nueva etapa es ampliar la propuesta manteniendo un “ADN 100% porteño”. El jefe de cocina será Matías Sosa y el menú incluirá milanesas, tortilla, croquetas, bife, pastel de papa y albóndigas. “No nos queremos salir de lo clásico pero queremos que esté bien hecho, que sea un lugar en el que se coma bien. Nosotros queremos que cada persona conozca y pueda contar la historia del Tokio y a Matías Sosa le interesó la historia detrás del proyecto desde el primer momento”, asegura Martín.
El Tokio abrirá desde las 8 de la mañana hasta las 12 de la noche. “Se va a poder venir a desayunar, a almorzar, a tomar un vermú a las 7 de la tarde y a tomar un cocktail después de cenar. Nuestra idea es que también pueda haber música en vivo como tango, rock, jazz”, agrega Martín.
Cuenta la historia que durante una época Jesús tuvo la iniciativa de cambiar el nombre del bar por “Café Santiago de Compostela” y cuando los clientes se enteraron “lo querían matar”. Jesús se defendía diciendo “¡Compostela es mi tierra!”. Como no tuvo apoyo no le quedó otra que mantener el nombre tradicional que, vale aclarar, no tiene ninguna relación con ningún inmigrante nipón.
Desde que arrancó la obra en la famosa esquina se generó una gran expectativa en los vecinos y vecinas del barrio, que se acercan a preguntar, curiosear y se alegran de que podrán volver a sentarse en una de las mesas del mítico y querido bar. “A fin de año nos reunimos con los habitués históricos para que vengan y contarles qué estábamos haciendo, darles tranquilidad y decirles que lo íbamos a mantener y ponerlo lindo para que este bar siga siendo su casa. Había mucha emoción de parte de ellos y nos contaron muchas historias y vivencias”, relata Martín.
Entre el sinfín de historias que los habitués históricos contaron había una que se repetía bastante que era el constante llamado de las esposas al bar para saber si sus maridos estaban ahí. “‘¿Le podés decir a pirulito por favor que vuelva que ya está la comida? Hace dos horas que lo estamos esperando’”, recrea Martín entre risas. “También nos contaron de gente que se ha escapado por las terrazas para evitar que lo vinieran a buscar por algún ajuste de cuentas, casamientos que se han propuesto en el bar y divorcios”, agrega.
Por su parte, Miguel admite que la reapertura del local es movilizante en muchos sentidos ya que atraviesa toda su historia. “Pasa mucha gente todo el tiempo y muchos clientes antiguos me dicen: ‘¿vos sos Miguelito? y me empiezan a contar historias que yo no conocía, a pesar de que muchas son de mi viejo. No veo la hora de verlo con gente”, apunta.
Martín tiene en claro que administrar el bar no será un trabajo más. “Si bien soy el dueño, estoy con algo que le pertenece a mucha gente. Es una responsabilidad muy grande. Estos bares son parte del tejido social. Son lugares donde pasan cosas. Hay gente que va para no estar sola, a conversar y a sentirse contenidos”, asegura Martín.